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La empatía es la mayor virtud. Desde ella, todas las virtudes fluyen. (Eric Zorn)

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Pasados varios meses desde aquel primer dolor, por increíble que parezca, todavía no tenía diagnóstico, tratamiento ni pruebas realizadas. Mi juventud parecía servir de justificante para todo y eximía de realizar prueba alguna. “Yo no tenía nada”; al menos, nada más que un dolor de origen desconocido que trataba de paliar con infructuosas dosis de analgésicos y antiinflamatorios.

Ya por entonces mi estado de ánimo había empezado a menguar al ver cómo mi vida adolescente transcurría en un mar de dudas, impotencia y desesperación. El dolor intenso y constante había conseguido agotar mi energía y vitalidad. Por mi reiterada falta de descanso nocturno me costaba concentrarme y tenía sueño a todas horas.

Las mañanas se llevaban la peor parte. Tenía la sensación de estar en el mundo de Oz, enfundada en el hombre de hojalata, que era incapaz de moverse hasta ser engrasado. Pero yo ni siquiera contaba con un remedio como el que tenía este ser de cuento. Yo lo único que podía hacer era esperar a que pasasen las horas y mis huesos y músculos fueran entrando en calor.

Los días que no iba al instituto, que cada vez eran más frecuentes, los compañeros me informaban acerca de lo que se había explicado y las tareas que nos habían mandado. Un día, un compañero me dijo una de las frases que más he escuchado desde entonces y a la que he tenido que acostumbrarme: yo no te veo tan mal.

Los días menos fríos o los que, por casualidad, me encontraba mejor, era yo misma la que asistía. Para ello, debía coger varios autobuses y caminar una distancia considerable llevando una mochila repleta de libros, ya que, por normativa del centro, no podíamos dejarlos en los pupitres.

Cuando llegaba a mi aula tenía que sentarme en una silla durísima con un respaldo durísimo y aguantar allí durante ocho horas, y sin perder atención a lo que se estaba explicando o a lo que nos estaban preguntando. Tras el gran esfuerzo que me suponía la jornada, llegaba a casa exhausta y al día siguiente parecía que me había caído de un séptimo piso temiendo sobremanera repetir nuevamente el día escolar.

Un día me levanté con un dolor abdominal más fuerte del que solía tener, pero como tenía un examen desayuné y empecé a vestirme. En seguida confirmé que las punzadas en mi abdomen batallaban para no dejarme que me tuviera en pie. Me dolía tanto que apenas podía caminar.

─¿Te duele otra vez? ─me preguntó mi madre.

Yo afirmé con la cabeza porque el intenso dolor afectaba mi respiración y me impedía convertir el aire en palabras.

─Pero a ver, dime dónde te duele exactamente. ¿Es la tripa? ¿Cómo cuando algo te sienta mal? ─me insistía ella.

─No. Es como si fuesen las costillas. ─Repetía yo una y otra vez.

Esta vez, sin esperar más nos fuimos directamente a urgencias.

La sala de espera estaba a rebosar. Tuvimos que esperar más de dos horas hasta escuchar mi nombre por el altavoz.

Cuando entramos en el box me senté en la camilla y observé que había gente encamada por todas partes. Al poco rato vino un médico que se parecía al alto del Dúo Dinámico, menos en lo de ser alto.

─¿Qué te pasa? ─preguntó.

Mi madre le explicó lo que me pasaba y mientras tanto, el médico me miraba con cara de incredulidad y con una media sonrisilla que me estaba poniendo de los nervios. Se puso el estetoscopio y me dijo que me tumbara. Entonces comenzó a percutir dándome esos golpecitos de esa manera tan característica de los médicos.

─Coge aire ─indicó.

Y entonces mi madre, sin querer, dijo la frase que lanzó más piedras sobre mi tejado.

─Ella es nerviosa, hoy mismo tiene un examen─ dijo.

Como si pudiera leer el pensamiento de aquel médico de urgencias, vaticiné las palabras que, muy a mi pesar, vendrían a continuación.

─No puedes venir a urgencias cada vez que tengas un examen. Los nervios hay que controlarlos ─añadió con retintín.

Podría enumerar la larga lista de sentimientos que me inundaron por dentro como un tsunami. Pero sobre todo me sentí juzgada; tratada como una niña pequeña a la que hacen copiar cien veces “no diré que me duele la barriga para no hacer un examen” o castigan en el rincón de pensar.

─No obstante ─continuó el médico─ toma manzanilla que te irá bien por si tuvieras gases.

A última hora llegué al examen tan mareada y pálida que podrían haberme confundido con un miembro de la familia de los Cullen, excepto por lo de la fuerza sobrenatural porque, la mía, por no llegar no llegaba ni a natural. Lo que sí era sobrenatural era el esfuerzo que me suponía cada día intentar seguir con mi vida, y no caer en el desánimo y la desesperación que más tarde me invadirían.

 

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