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Hay momentos en la vida que suponen un punto de inflexión; pasa algo que te hace que cambies alguno o varios aspectos de tu vida, y uno de esos cambios para mí fue la alimentación.

Cuando en 2013 me adentré en la aventura de experimentar si un cambio de hábitos alimenticios podían ayudarme a encontarme mejor, lo hice en un momento en el que en materia de nutrición aún había mucho por descubrir.

Me dediqué a leer todo cuánto caía en mis manos acerca de hábitos alimentarios y problemas de salud, y recuerdo cuánto me costaba comprender las etiquetas, distinguir los alimentos sin gluten, familiarizarme con la chía, la quinoa, el mijo, la algarroba, el kamut y tantos otros alimentos, con los usos de las harinas de legumbres, y sobre todo, no volverme loca en el intento de encontrar información fiable.

A pesar de que había estudiado asignaturas de nutrición y bromatología durante los años que cursé Farmacia hasta que la vida me llevó por otros derroteros como explico en Sobre mí, me encontré con un mundo que en muchos aspectos era completamente nuevo, y que conllevaba desaprender mucho de lo que había aprendido.

Me di cuenta de que, en realidad, nunca me había parado a analizar si realmente comía de manera saludable.

En aquel entonces todavía no era tan consciente de los alimentos superfluos que consumía; algunos de ellos, sin darme cuenta, y se abrió ante mí un mundo que no tenía nada que ver con todo lo que me habían explicado en la facultad. Si realmente eran recomendables los lácteos para el aporte de calcio o en qué medida era imprescindible la carne eran ejemplos de preguntas que empezaron a rondarme por la cabeza.

Engullí información acerca de la procedencia y fabricación de los alimentos, el impacto ambiental de la producción, la ecología, y me adentré en las investigaciones de aquel entonces acerca del microbioma, y aunque en un principio mi búsqueda iba encaminada a encontrar respuestas y tratamiento de mis síntomas, al final ese interés derivó en un estilo de vida.

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El cambio

Tras pasar por distintas «dietas» derivadas de fuentes de información, terapeutas, y nutricionistas y sin casarme con ninguna, mi estilo de alimentación pasó a ser rico en alimentos antioxidantes e antiinflamatorios: vegetales, alimentos ricos en fibra y minerales, grasas poliinsaturadas y monoinsaturadas, proteínas saludables y, por supuesto, en agua, y pasé a evitar las grasa saturadas y trans, los azúcares añadidos, las harinas refinadas, los aditivos y los conservantes en la medida de lo posible.

Como no me encontraba bien, comprar, cocinar e incluso pensar en organizarme las comidas suponía para mí un gran esfuerzo. Pero poco a poco iba sintiendo que a mi cuerpo le estaban yendo bien esos cambios. No obstante, a veces me sentía frustrada porque no mejoraba tanto como decían los autores de los libros que leía, o los terapeutas, nutricionistas o coaches que me estuvieran orientando en cada momento.

Con el tiempo, y tras informarme, experimentar y buscar mucho por mi cuenta, llegué a la conclusión de que no existía una dieta milagrosa, así como tampoco tratamientos milagrosos, sino hábitos de alimentación saludables en general, adaptables a cada persona en particular y que lo que me estaba haciendo mejorar era el hecho de estar trabajándome a mí misma de manera multidisciplinar: alimentación adecuada, ejercicio físico moderado, no abusar de los fármacos, técnicas de relajación, gestión emocional, reducir el contacto con sustancias químicas y ondas electromagnéticas

Alimentación y mucho más

Y es que, ya por entonces en la comunidad científica se reconocía que el tratamiento más eficaz apuntaba en esta dirección multidimensional: educación, ejercicios, ajuste del estrés, terapias cognitivo-conductuales y fármacos adecuados.

Pero sobre todo, entendí que no debía sentirme culpable por no mejorar, ni exigirme tanto a mí misma, porque cada persona, como cada cuerpo, lleva su ritmo y necesita su tiempo. Que era importante escucharme, conocerme bien, sentirme activa y participativa tanto en el tratamiento de mi enfermedad como en la vida, y encontrar poco a poco los hábitos que eran más adecuados para mí.

Mi experiencia con el cambio de alimentación, por tanto, no fue mi único modo de tratamiento, pero fue el punto de partida de un camino de aprendizaje que sigo recorriendo día a día, y que me mostró, no como paciente, sino como persona y humana, la gran importancia de cuidar nuestro cuerpo, que es una herramienta muy poderosa y valiosa, que es único, y que debemos escucharlo y cuidarlo.

Compartiendo mi experiencia en Vlog
Un libro que recomiendo

Sinopsis

 

La Dra. Laura Arranz nos descubre en este libro su dilatada experiencia nutricional con pacientes que sufren de dolor crónico y analiza la relación entre dieta, enfermedad y dolor. Una guía práctica que ofrece la información más actualizada sobre la materia, así como consejos sobre alimentación saludable para mejorar la salud y restablecer el bienestar.

la dieta para el dolor
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