Síndrome de Sensibilización Central. Un gran incomprendido

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Quiero hablar hoy de algo que conozco muy bien, pues convivo con él desde hace más venite años: el Síndrome de Sensibilización Central (entre otras, fibromialgia, síndrome de fatiga crónica y sensibilidad química múltiple). Un compañero invisible que muchas personas a día de hoy aún desconocen.

Hay quienes me preguntan: “¿Pero eso qué es exactamente?”. Otros, me comentan que tienen un familiar o alguien cercano que la padece: su mujer, su madre, su nuera, su hija, su suegra…, y hablo en femenino porque la mayoría de afectadas somos mujeres.

Un síndrome invisible

Convivir con problemas de salud nunca es fácil. Pero convivir con un problemas de salud “invisibles” tiene una dificultad añadida: no poder tirar de nuestro cuerpo, y además tenerte que justificar continuamente por ello.

Cuando llega el diagnóstico, suele ser tras años de dolor, cansancio, complejidad de síntomas, incertidumbre e incomprensión, unidos al desgaste físico y emocional que todo esto conlleva. Has pasado por todas las consultas habidas y por haber. Has probado mil cosas, pero nada funciona porque, si el profesional que te valora no es especialista en la materia, aparentemente, no tienes nada y tú cada vez estás peor.

Recuerdo que cuando empecé mi “carrera como paciente” me decían: “Eres muy joven para tener algo; sigue haciendo deporte y verás como se te quita el dolor de espalda”. Pero no. El tiempo pasaba y yo cada vez tenía dolor en más sitios y me pasaban cosas más “raras”. Me pasaban tantas cosas que hasta me daba vergüenza explicarlas porque pensaba que me tacharían de hipocondríaca.

Cuando yo aún no estaba diagnosticada, ni tampoco sabía nada de los Síndromes de Sensibilidad Central ni había oído hablar de ellos, el médico me preguntaba: “¿Qué te duele?”, y yo le decía: “Todo; tengo la enfermedad del dolor y el cansancio”. Entonces él me respondía: “No, no me digas todo; todo no te puede doler…”. Pues sí, lamentablemente, cuando convives con estos síndromes te puede doler todo, y el dolor no es el único síntoma.

En mi caso, fueron catorce años de desesperación. Y por muy mal que me encontrase, un: “Tienes esto; no hay nada para curarlo; tendrás que aprender a vivir con ello…”, me dejó de piedra.

Escuchar que “no había tratamiento” siendo joven, hizo que, en aquel momento, viera truncados los muchos proyectos que tenía en mente. Aún así, se descartó otro posible diagnóstico peor y di gracias por ello. En definitiva, ya tenía un diagnóstico; ya tenía nombre lo que me pasaba. Era real. Aunque yo ya lo sabía. Yo sabía que no estaba bien. Pero, ¿y los demás?, ¿lo sabían? Quizás sí, quizás no. Pero ellos no tenían culpa. Simplemente, ellos son ellos. Pero para nosotros y nosotras, aquí empieza lo complicado a lo que me refería al principio de este post.

Una terapeuta me dijo que el perfil de las personas que sufrimos Síndrome de Sensibilidad Central es muy particular. Me explicaba que somos personas muy activas, exigentes, responsables y preocupadas por los y lo que nos rodea. Sin embargo, quienes no conocen la enfermedad o están concienciados con ella nos tienden a ver como personas negativas, quejicas, y vagas.

¿Qué le digo a una persona que no ha padecido estos síntomas?

Cuando me piden que explique lo que se siente a alguien que no ha padecido estos síntomas suelo perdirle que trate de imaginar cómo se puede sentir una persona que vive con dolor las veinticuatro horas del día; pero no un dolor localizado y esporádico, sino un dolor permanente y generalizado similar a haber recibido golpes por todo el cuerpo y a un esfuerzo sobrehumano; y también que intente recordar alguna noche en la que no hubiera podido dormir e intente imaginar ese malestar físico y mental del día siguiente pero continuado en el tiempo. Que trate de imaginar lo que supone para la persona marearse en los lugares concurridos porque la sobreestimulación, las sustancias químicas en ellas presentes o las ondas electromagnésticas agravan sus síntomas. Y que trate de imaginar lo que supone que, además, el entorno no comprenda lo que te pasa. Le digo:

Piensa que es invierno y coges la gripe, y estás en la cama, con dolor de cabeza, sin energía, con dolor hasta en la piel, que te cuesta respirar y te duele la garganta. Imagina que en lugar de estar en la cama hasta recuperarte, tuvieras que ir a trabajar, comprar, cocinar, hacer las tareas en casa, salir de marcha, ir de excursión… Piensa lo incomprendida o incomprendido que te sentirías si, además, los de tu alrededor, no se acabasen de creer que realmente no te puedes levantar de la cama, y que cuando te llaman para quedar y les dices que no puedes porque estás verdaderamente mal, no exageras.

Algunos te dirían que tienes que poner de tu parte, que no te ven tan mal, quizás que eres joven, que tienes que salir de casa, que tienes que trabajar y sentirte útil, que todo está en tu mente, que pruebes a ir a un psicólogo… Pero tú estás con gripe. Quieres encontrarte bien. Darías todo lo que tienes por poder salir, trabajar, divertirte, y hacer vida normal, pero tu cuerpo no te deja. Vives en un cuerpo de anciano. Pasan meses, y sigues así. Estás aburrido o aburrida de ese dolor, de estar siempre mal, de contar siempre la misma historia.

Te vas acostumbrando a ese dolor y malestar, y ya no recuerdas cómo es vivir sin él. Con gran esfuerzo intentas hacer vida, vas a cenar con los amigos y pones buena cara, pero te sientes como si tuvieras una mochila cargada de piedras todo el tiempo. Te desorientas. Ellos hablan, pero tú ya no los escuchas, sólo intentas controlar el dolor y el mareo porque la silla te está matando. No quieres interrumpirles, aguarles la fiesta y decirles: “Lo siento, me voy”.

Llegas a casa directa o directo a la cama, te cuesta trabajo hasta ponerte el pijama, y durante la noche tienes sueño, pero no descansas, y hasta el contacto con el colchón te produce dolor. Te levantas por la mañana. Tienes sueño, dolor, cansancio, las articulaciones rígidas, y en casa todo el mundo corre pero tu vas a cámara lenta. No has hecho casi nada, pero ya te tienes que ir al sofá o de nuevo a la cama. Y así pasas el día; viendo como la vida sigue a tu alrededor, pero tú estás atada o atado de pies y manos a una enfermedad que nadie ve. ¿Te parece duro? Eso es el Síndrome de Sensibilidad. Intenta recordarlo cuando trates con alguna persona que convive con ello.

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