Médicos, libros y cajas de cartón

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La salud no lo es todo pero sin ella, todo lo demás es nada. (Schopenhauer)

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Médicos, libros y cajas de cartón, serían las tres palabras que podrían resumir gran parte de mi vida.

Recuerdo el día en que empezó mi viaje por ese mundo de gente con bata blanca, salas de espera, pasillos kilométricos, y olor a yodoformo.

Aquella tarde volví del instituto, solté la mochila en el suelo de mi habitación, me senté delante del espejo y me recogí el pelo en un moño. Cogí mi bolsa de deporte, una manzana de la cocina y me fui corriendo a mi clase de danza.

La clase comenzaba con los ejercicios de barra y mientras trataba de poner en práctica el segundo arabesque sentí un dolor punzante en la parte baja de la espalda. Era un dolor paralizante, bloqueante, como un flash, que me dejó desconcertada, sin saber cómo reaccionar.

─¡No he dicho que paréis! ─dijo la profesora.

Traté de moverme despacio y relajar la espalda. Tomar aire, y volver a la posición de nuevo. Pero sentía como si mi columna fuese una acordeón que después de estirarla fuera incapaz de volver a la posición inicial sin producir dolor.

─Creo que me he hecho daño ─le dije─. ¿Puedo ir a la enfermería?

─Mira que os quejáis. Eso es que no has calentado bien. Sigue estirando ─me contestó.

Esa noche, ya en casa, hice amago de sentarme en el borde de mi cama, con intención de ponerme el pijama, y sin apenas haberme movido, ahí me quedé, clavada; incapaz de llegar a sentarme ni a levantarme. Mi madre entró corriendo en la habitación y me ayudó a estirarme en la cama, pareciéndome más a una camisa almidonada que a una aspirante a bailarina de danza clásica. Y digo aspirante porque la intención la tenía, el arte no tanto.

─Mañana mismo pido cita con el médico ─dijo mi madre─. Voy a bajar a la farmacia a preguntar qué puedo darte para el dolor ─continuó mientras se ponía el abrigo. Al rato volvió con unas pastillas de color rosa fucsia que alguien tomaba en casa para no recuerdo qué y que en el prospecto ponía que se debían acompañar con leche.

─Me ha dicho Dolores ─Dolores era la farmacéutica─ que estas te irán bien. ─Continuó diciendo a la vez que se sentaba junto a mí acercándome un vaso de leche.

Al día siguiente mi madre y yo llegamos a la puerta de la consulta número seis del centro de salud de mi barrio. La sala de espera estaba llena de gente. Una madre con un niño que lloraba porque se había fracturado un dedo jugando a baloncesto, una señora con un catarro, un ejecutivo con maletín que parecía estar esperando reunirse con alguien, y varias personas más.

En seguida alguien dijo mi nombre desde la consulta. Mi madre se levantó y en seguida me cogió del brazo con una mano y me echó la otra por detrás de la espalda para ayudarme en la incorporación. A paso lento llegamos a la consulta del que parecía ser el doctor.

─Siéntense. ¿Qué le pasa? ─preguntó el doctor resolviendo mis dudas acerca de su identidad.

─Mi hija, que ayer vino de la gimnasia con mucho dolor en la espalda ─respondió mi madre.

─Danza, mamá ─le corregí yo muy digna.

─Eres muy joven ─dijo el médico mientras tecleaba constantemente en su ordenador─. ¿Te había dolido alguna vez antes?

─No. ─le dije mientras miraba una vitrina llena de botes, sueros, gasas, guantes de látex, y una camilla con un papel arrugado por encima.

─Bueno, ponte de pie que te vea.

─¿Dónde te duele exactamente? ─me preguntó.

─En esta parte de aquí ─respondí yo señalando toda la zona lumbar.

Tras mirarme los hombros y las caderas e indicarme que tratara de tocar el suelo con las manos me indicó que me tumbara en la camilla y me hizo una serie de movimientos en las piernas que hoy sé que se llaman torsiones.

─Dime si te duele esto ─me dijo.

─No ─dije yo.

─¿Y esto? ─me preguntó haciéndome algunos movimientos más.

─Tampoco.

─Bueno. No parece que tenga nada ─concluyó dirigiéndose a mi madre─. Dele un paracetamol cada ocho horas. Si sigue con el dolor, vengan otra vez por aquí.

Y con esas, nos volvimos a casa.

Siguiendo las indicaciones del médico, como por aquellos entonces los teléfonos móviles todavía no estaban en auge, utilizaba la alarma de mi reloj para que no se me pasase la hora de mi medicina. Cosa que, si estaba en casa no hacía ninguna falta porque estaba mi madre. Las madres tienen una especie de sensor temporal para saber en qué momento hay que hacer las cosas. Tres segundos antes de que sonara el despertador, ya estaba mi madre entrando por la puerta. Algo parecido a lo que sucedía cuando me disponía a hablar por teléfono con mis amigas. Estuviese donde estuviese ella siempre lo sabía. Tenía una reacción automática cuando me veía sosteniendo el auricular. “Cuelga ya… “, le oía decir a veces incluso antes de que yo hubiera empezado a marcar el número.

Y así me dispuse a comenzar mi primera fase de intentos por encauzar mi salud que,  aunque yo aún no lo sabía, iba a resultar ser un camino muy, muy largo.

 

Habrían pasado ya un par de semanas pero mi dolor no desaparecía. Había dejado de ser paralizante pero no dejaba de notar una gran carga en la región lumbar que no me permitía sentarme erguida y me tensaba toda la espalda. Cada vez me sentía más rígida y el dolor parecía que se reflejase en la parte anterior del tronco. Como si me hubieran puesto un corsé impidiéndome relajar músculos y órganos. Cada mañana parecía que mi cuerpo se había fundido con el colchón durante la noche y había que desmoldarlo de nuevo. Tenía sensación de malestar, debilidad, angustia. Era extraño. No sabía bien cómo explicarlo. Sólo sentía que no me encontraba bien, o cuanto menos, normal.

─Me duele el estómago ─empecé a decir cada mañana─.
─Parecen espasmos musculares ─nos dijo una vecina que había sido enfermera.
Fuese lo que fuese lo que me estaba pasando, volvimos al médico.
Ese día había otro. Era uno bajito, con el pelo canoso y una coletilla con cuatro pelos, al más puro estilo rockero pureta.

─¿Qué le pasa a esta joven? ─nos preguntó.

─Se queja de dolor en la espalda. Vinimos hace dos semanas y le estoy dando paracetamol aunque no se le pasa. Además le duele el estómago y siempre está cansada.

─¿El estómago? Deja que te mire.

Procedió al reconocimiento correspondiente mientras un tufo denso a Varon Dandy se coló por mis fosas nasales.

─Hay algún rapazuelo por ahí ¿verdad? ¿qué pasa? ¿es que no te saca a bailar?─guiñó un ojo.

Sentí que me ponía roja de la vergüenza. Intuí los ojos del médico y de mi madre clavados en mí como si fuéramos colegas y estuviéramos en una fiesta de pijamas jugando a verdad o acción. ¿Sacarme a bailar? ¿Pero de dónde se había escapado este?

─Tendrías que haberme visto a mí con tu edad en mis conciertos ─continuó─, era un latin lover.

Por si fuera poco, se puso a tararear Strangers in the Night mientras escribía en el talonario como si estuviera firmando un autógrafo. Y yo no podía parar de imaginármelo en algún bar, a altas horas de la madrugada, apoyado en una barra tapizada de escay, coqueteando con alguna fan poco exigente de pelo cardado y minifalda.
─Ten. Una al día antes de dormir ─arrancó el papel.
Cuando por fin salimos de la consulta, leí lo que había escrito el latin lover en el papel: valeriana.

Continuará…

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